Llegué en tren desde Madrid en apenas media hora. ¡Inaudito!
Un verdadero lujo para los madrileños y para quien quiera visitar Segovia. Para los segovianos, un alivio
y un agobio. Alivio para los que tienen negocios, bares y restaurantes, agobio
para los que quieren vivir en ella una vida tranquila de tiempos largos y poca
gente. Pero en estas disputas, siempre llevan las de ganar los que apuestan por
el alivio, el gentío y gustan ser visitados. Pues la queja de los que odian al turista
y a la chusma dominguera es queja que en queja se queda, y tiene poca solución.
Arranque del Acueducto. |
Quejas aparte, Segovia, por mucho que le pese, se define por
el Acueducto. Para comprenderlo es necesario venir muchas veces, acudir sin
verlo porque uno a veces desprecia los tópicos de las ciudades, y este es uno de los
tópicos más explícitos de los que atañen a las ciudades de España. Dice una ley no es crita pero que se cumple a rajatabla, que para amar, entender y ensalzar un monumento antes tienes que haberlo
visto con indiferencia y hasta con inquina y malquerencia en muchas ocasiones para que
un día, por fin, el tópico caiga como el envoltorio que deja al desnudo la
maravilla que oculta.
Debo decir que conozco bien Segovia. La he visitado muchas
veces como titiritero para actuar en su hoy famoso Titirimundi, cuando todavía
no era tan conocido. Con Julio Michel, su director, me unía una larga amistad titiritera,
junto a Lola Atance y a José Antonio Sanz. Juntos viajamos a Rusia dos veces,
en viajes épicos, largos y dramáticos, el primero en 1990, justo dos meses
antes de la caída de Gorbachov, cuando en el país no había nada en los mercados
para comer.
Con La Fanfarra, mi compañía de entonces, actuamos en el
Festival infinidad de veces. Pero nunca el Acueducto llamó en exceso mi
atención. Quizás porque era joven y tonto, o porque lo importante eran las
funciones, o las noches de intensa
convivencia, con mucha bebida, charlas y bailoteos. Por eso era tan querido el
Titirimundi por los titiriteros. Una vez, rodeé a pie toda la ciudad vieja por
el monte fuera de la muralla, por encima del Monasterio de Santa María del
Parral, luego por la Iglesia del Temple de la Vera Cruz, circundando el
Alcázar, subiendo por los bosques que hay al otro lado de la ciudad, hasta
meterme de nuevo por las calles y subir a la Catedral. Aires puros y una soledad
magnífica.
En mi última visita, alejado de mis obligaciones teatrales,
aunque no titiriteras, ya más maduro en
edad, me instalé en el Hotel Don Jaime, muy cerca del Acueducto. Y ha
sido en esta ocasión, al caminar cada día desde el hotel hasta la Cárcel donde
se realizaba el encuentro de los titiriteros, cuando descubrí lo que realmente era el Acueducto. Vi
cómo nace en el punto donde recogía antiguamente el agua que llegaba de las
canalizaciones del monte, y cómo poco a poco se levanta su recorrido en una
pared que se va alzando y necesita arcos que cada vez son más altos hasta
alcanzar la tremenda altura cuando salva el declive del último tramo para
llevar el agua a la ciudad, hoy la Ciudad Vieja.
¡Impresionante! No hay palabras para describirlo. Todas se
quedan cortas ante la magnitud de semejante obra. Parece que lo vea por primera
vez. Y quizás lo he visto veinte o treinta veces, pero jamás había seguido todo el
recorrido desde su inicio a su fin, ni me había realmente fijado en lo que
era. Una obra de perfecta ingeniería romana de piedras colosales, hoy gastadas
por el tiempo y la intemperie, pesadas en su base y que se levantan gráciles en
su vuelo de altura aún siendo siempre pesadas y colosales.
Segovia fue, en mi primera etapa, sólo la ciudad vieja: la
Plaza Mayor, el café La Concepción, el Alcázar, el restaurante José María, la
calle Juan Bravo, la Casa de los Picos… Ignoraba lo que había al otro lado,
donde el Acueducto se achata y se humaniza.
La Plaza de Toros y La Cárcel.
Dos edificios de impacto y de un peso fenomenal, que ejercen de poderoso contrapunto a lo que era
mi Segovia de antaño. La Plaza de Toros, desde fuera, parece un edificio romano
antiguo, una especie de pequeño coliseo medio en ruinas en el que no se ve nada
nuevo ni moderno por fuera. Uno lo imagina abandonado. Y sin embargo, todavía
funciona como plaza de toros. Cuando llegan las fiestas, de pronto se
transforma en un lugar habitado, lleno de vida y de gente, con todos sus
asientos llenos, con la banda que toca los pasodobles y la corneta que cambia
los tercios de cada toro. Con los olés, los toreros y los bufidos de los astados.
La Cárcel es el otro edificio que acapara mi atención. Dejó
de serlo hace unos años, imposible saber cuándo –nadie lo sabe, el
Ayuntamiento, responsable de haberlo convertido en un Centro Cultural, no lo
pone en ninguna de sus publicidades, algún motivo misterioso debe haber para
que escondan esta fecha–, pero lo han mantenido intacto, han cambiado su uso,
pero la estructura exterior e interior del edificio es la misma, con su centro
panóptico enrejado y sus cuatro galerías de doble piso que se abren en estrella. Incluso
han dejado el mismo frío que había cuando era cárcel, lo constato cuando se
hacen representaciones en una de las galerías y actores y público nos
congelamos con la terrible humedad que surge del suelo y de las celdas.
La Cárcel de Segovia. |
Marian, la sucesora de Julio Michel en la dirección del
Titirimundi, me enseña las galerías de arriba, donde es peligroso pasar pues
aún no están restauradas. Las celdas siguen intactas, sólo han sacado las camas
y los cuatro enseres que habría. Sorprenden las dimensiones escasas, el
hacinamiento obligado de los cuerpos que hubo.
Entrada de La Cárcel. |
Para los que ya vivimos en la era digital, la vieja
cárcel panóptica nos parece un edificio
de siniestras mazmorras de la Edad Media. ¡Y apenas hace unos pocos años estaba
repleta de presos! Pienso que es imprescindible que todos estos antiguos
artefactos carcelarios sigan en pie transformados en otra cosa: son necesarios
para conservar una escala correcta del tiempo. Lo importante es que el nuevo
uso no oculte el viejo. Así se garantiza una doble visión de la realidad: el
pasado revive y permite que, desde la libertad de no estar en la cárcel, nos
encaremos hacia el futuro.
Bueno, eso de no estar en ninguna cárcel siempre será
relativo para los escépticos: el centro panóptico sigue ahí, nos dicen, hoy
invisible en los nudos del Big Data que nos dirige y controla. No cabe duda que
tienen razón. Y sin embargo, esa mirada hacia el futuro, o esa ilusión de
abertura e indeterminación, cambia substancialmente la perspectiva. El Big Data
nos arrastra, pero arrastra a todos, arrastradores incluidos. Y siempre cabe ir
a los toros: los verdaderos aficionados encienden puros y apagan los móviles.
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Una de las galerías. |
En todo caso, La Cárcel de Segovia se postula como un
emplazamiento estratégico de los títeres. Por lo visto, era el sueño de Julio
Michel. No sólo acoge las oficinas del Titirimundi, sino que busca ser Escuela
y Museo. Espacio lo hay de sobra y las salas de teatro ya las tiene. Que lo
consigan dependerá del ojo visionario de
los responsables municipales de la ciudad, y del entusiasmo que sean capaces de
despertar los activistas titiriteros. Las condiciones son buenas y el lugar,
inmejorable.
El Acueducto funciona de nuevo: no lleva agua pero me ha
transportado del borde de la Ciudad Vieja al borde de la Cárcel y la Plaza de
Toros. Cumple con su función de cruce, transporte y alimentación. El elemento
líquido se ha convertido en mental. De ahí que el tapiz urbano de Segovia viva
del telar de piedra que lo une y lo cose: el Acueducto.