viernes, 10 de julio de 2020

Cuando nuestras singularidades y el brillo de sus manifestaciones se quedan sin público



Balcón de la Calle de la Manifestación, Zaragoza. Foto T.R.
Ha acudido algo terrible en nuestro objeto de atención, el llamado Mosaico Ibérico: este desfile esplendoroso de las diferencias que sobresalen de las rutinas diarias y se alzan para el gozo y el conocimiento de locales y extranjeros, de pronto, se ha quedado sin público. Tras décadas de esfuerzos colectivos, individuales e institucionales en cultivar, refinar, restaurar o inventar las mil ocurrencias festivas, teatrales y populares capaces de entretener y de alimentar las ansias de jolgorio y de colorido de las poblaciones locales y mundiales, de golpe y porrazo, a causa del maldito virus llamado COVID19, toda esta feliz manifestación de creatividad sin fin y de imaginación titánica, espectacular y monumental, todo ello se ha quedado sin ojos que lo contemplen, sin personal que se pelee por acudir y estar en primera línea, sin justificación que la sustente.
Se trata de una crisis tremenda, no solo por sus consecuencias económicas y sociales, que son muchas y graves, sino también por el choque existencial de vernos instalados en un vacío donde las pulsiones que sostenían el ritmo de lo vital y dinámico de nuestras vidas anteriores, de repente se han esfumado, de un día para el otro, como por arte de magia.
Vale la pena detenerse en este instante de vértigo, colgados en un vacío que nos remite a situaciones existenciales del absurdo, para entender realmente lo que ocurre y para sacar de ello todo el jugo que desprende. Se trata de mirar lo que brilla cuando el brillo se le ha caído, de respirar la alegría de los colores y de las formas cuando la música se ha detenido, de escuchar al actor desgañitarse en el escenario cuando el público se ha ido. Me recuerda la terrible imagen de un parque de atracciones que vi en Rusia en los años noventa, en una de sus peores épocas de escasez: vacío, solo ocupado por un anciano y su nieto, se oía el chirriar de los viejos mecanismos oxidados que gruñían y giraban sin las músicas que los suelen acompañar, en un silencio de película de terror. Del mismo modo se manifiestan hoy y giran callados o simplemente quietos, los mil escenarios y las mil atracciones del Mosaico Ibérico, carentes del alimento que las sustenta.
Este vacío de la ilusión manifiesta nos desvela sus entresijos secretos: el tiempo, siempre vertiginoso en los momentos de ebullición y resplandor vital, ahora aparece quieto, en estado casi sólido y sensible; lo podemos tocar. Percibimos lo que nunca se deja aprehender. La fugacidad de los momentos intensos que suelen salir caros para el bolsillo y que tal como llegan, pasan y se disuelven en la nada de la acumulación, del consumo y de la velocidad de la vida contemporánea, ahora, se detienen ante nuestros ojos asombrados y nos muestran su verdadera naturaleza, esa combinación de vacío, de nada, de pequeñas ideas cosidas por la imaginación, de voluntades humanas de poca monta pero tan eficaces en sus resultados, que se justifican por el brillo de los momentos de gloria, pero que se quedan sin lustre cuando el tiempo los detiene y los desnuda ante nuestra mirada.
Veamos los famosos pasos de semana santa, cargados de tanta solemnidad sacra que le proyectan los feligreses devotos, ahora posando en las capillas oscuras o iluminadas por cuatro velas, mudos e inmóviles. En su quietud forzosa, vemos con todavía mayor fuerza la potencialidad que nos oculta, la carga que los mantiene vivos aún estando muertos, o la ilusión de que eso es así. Damos fe y realidad a lo que no vemos, a los motores invisibles que les siguen insuflando una vida que no es tal, mientras el polvo va cubriendo las esculturas.
Todo lo que permanece quieto vive estos días una inusitada actividad secreta, esa que en un anterior artículo llamábamos ‘la timidez de lo invisible’ frente al ‘acoso de la apariencia’ (ver aquí).
Los actores que se hallan impedidos de subir al escenario y deben quedarse en casa, y se ven de pronto carentes de su ser, descubren, cuando suben a algún escenario vacío, la realidad secreta de su arte: la platea sin espectadores es el abismo sobre el que se desarrolla su arte, como lo es para todos los mortales que hacemos, decimos y nos movemos por este mundo. Sin percibir este vacío, que malamente suelen ocupar y ocultarnos los espectadores en sus posiciones pasivas y consumistas de cultura, no percibimos la realidad oculta del teatro, el vacío absurdo que lo llena de sustancia invisible, sacra y pagana.
Son momentos especiales y únicos para los investigadores de las tramas ocultas, pues solo en situaciones de vacío es posible percibir, desde la mirada doble y oblicua, las tramas de lo sutil, ese tapiz mágico que teje el tiempo cuando juega a parar y a hacerse espacio.
Vi hace un par de días el espectáculo de Shaday Larios y Jomi Oligor titulado ‘La melancolía del turista’ (ver artículo aquí) en el que justo se retrata y se recrea esta situación de movimiento detenido en el espacio, capaz de provocar un estado de ‘melancolía’ que permite ver las dos caras de lo visible: lo que vemos y lo que se nos oculta. Y lo hace enfocando una temática parecida a la de este Mosaico Ibérico: los lugares turísticos que pierden su brillo y desvelan el vacío que los habitaba, pero no para denunciar este vacío, sino, al contrario, para exaltarlo, pues permite que veamos dos cosas a la vez: el resplandor de una potencialidad máxima junto a la opacidad de una quietud moribunda. Entonces, cuando la apariencia deja de acosarnos, podemos vencer la timidez de lo invisible.
¿No es acaso lo que sucede actualmente en nuestro flamante Mosaico Ibérico?

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