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Balcón de la Calle de la Manifestación, Zaragoza. Foto T.R. |
Ha
acudido algo terrible en nuestro objeto de atención, el llamado Mosaico
Ibérico: este desfile esplendoroso de las diferencias que sobresalen de las
rutinas diarias y se alzan para el gozo y el conocimiento de locales y extranjeros,
de pronto, se ha quedado sin público. Tras décadas de esfuerzos colectivos,
individuales e institucionales en cultivar, refinar, restaurar o inventar las
mil ocurrencias festivas, teatrales y populares capaces de entretener y de
alimentar las ansias de jolgorio y de colorido de las poblaciones locales y mundiales,
de golpe y porrazo, a causa del maldito virus llamado COVID19, toda esta feliz
manifestación de creatividad sin fin y de imaginación titánica, espectacular y
monumental, todo ello se ha quedado sin ojos que lo contemplen, sin personal
que se pelee por acudir y estar en primera línea, sin justificación que la
sustente.
Se trata de una crisis tremenda, no solo
por sus consecuencias económicas y sociales, que son muchas y graves, sino
también por el choque existencial de vernos instalados en un vacío donde las
pulsiones que sostenían el ritmo de lo vital y dinámico de nuestras vidas
anteriores, de repente se han esfumado, de un día para el otro, como por arte
de magia.
Vale la pena detenerse en este
instante de vértigo, colgados en un vacío que nos remite a situaciones
existenciales del absurdo, para entender realmente lo que ocurre y para sacar
de ello todo el jugo que desprende. Se trata de mirar lo que brilla cuando el
brillo se le ha caído, de respirar la alegría de los colores y de las formas
cuando la música se ha detenido, de escuchar al actor desgañitarse en el
escenario cuando el público se ha ido. Me recuerda la terrible imagen de un
parque de atracciones que vi en Rusia en los años noventa, en una de sus peores
épocas de escasez: vacío, solo ocupado por un anciano y su nieto, se oía el
chirriar de los viejos mecanismos oxidados que gruñían y giraban sin las
músicas que los suelen acompañar, en un silencio de película de terror. Del mismo
modo se manifiestan hoy y giran callados o simplemente quietos, los mil
escenarios y las mil atracciones del Mosaico Ibérico, carentes del alimento que
las sustenta.
Este vacío de la ilusión manifiesta nos
desvela sus entresijos secretos: el tiempo, siempre vertiginoso en los momentos
de ebullición y resplandor vital, ahora aparece quieto, en estado casi sólido y
sensible; lo podemos tocar. Percibimos lo que nunca se deja aprehender. La
fugacidad de los momentos intensos que suelen salir caros para el bolsillo y
que tal como llegan, pasan y se disuelven en la nada de la acumulación, del
consumo y de la velocidad de la vida contemporánea, ahora, se detienen ante
nuestros ojos asombrados y nos muestran su verdadera naturaleza, esa combinación
de vacío, de nada, de pequeñas ideas cosidas por la imaginación, de voluntades
humanas de poca monta pero tan eficaces en sus resultados, que se justifican
por el brillo de los momentos de gloria, pero que se quedan sin lustre cuando el
tiempo los detiene y los desnuda ante nuestra mirada.
Veamos los famosos pasos de semana
santa, cargados de tanta solemnidad sacra que le proyectan los feligreses
devotos, ahora posando en las capillas oscuras o iluminadas por cuatro velas, mudos
e inmóviles. En su quietud forzosa, vemos con todavía mayor fuerza la
potencialidad que nos oculta, la carga que los mantiene vivos aún estando muertos,
o la ilusión de que eso es así. Damos fe y realidad a lo que no vemos, a los
motores invisibles que les siguen insuflando una vida que no es tal, mientras el polvo va cubriendo las esculturas.
Todo lo que permanece quieto vive
estos días una inusitada actividad secreta, esa que en un anterior artículo
llamábamos ‘la timidez de lo invisible’ frente al ‘acoso de la apariencia’ (ver aquí).
Los actores que se hallan impedidos
de subir al escenario y deben quedarse en casa, y se ven de pronto carentes de
su ser, descubren, cuando suben a algún escenario vacío, la realidad secreta de
su arte: la platea sin espectadores es el abismo sobre el que se desarrolla su
arte, como lo es para todos los mortales que hacemos, decimos y nos movemos por
este mundo. Sin percibir este vacío, que malamente suelen ocupar y ocultarnos los
espectadores en sus posiciones pasivas y consumistas de cultura, no percibimos la
realidad oculta del teatro, el vacío absurdo que lo llena de sustancia
invisible, sacra y pagana.
Son momentos especiales y únicos para
los investigadores de las tramas ocultas, pues solo en situaciones de vacío es
posible percibir, desde la mirada doble y oblicua, las tramas de lo sutil, ese
tapiz mágico que teje el tiempo cuando juega a parar y a hacerse espacio.
Vi hace un par de días el espectáculo
de Shaday Larios y Jomi Oligor titulado ‘La melancolía del turista’ (ver
artículo aquí) en el que justo se retrata y se recrea esta situación de
movimiento detenido en el espacio, capaz de provocar un estado de ‘melancolía’
que permite ver las dos caras de lo visible: lo que vemos y lo que se nos
oculta. Y lo hace enfocando una temática parecida a la de este Mosaico Ibérico:
los lugares turísticos que pierden su brillo y desvelan el vacío que los
habitaba, pero no para denunciar este vacío, sino, al contrario, para exaltarlo,
pues permite que veamos dos cosas a la vez: el resplandor de una potencialidad
máxima junto a la opacidad de una quietud moribunda. Entonces, cuando la
apariencia deja de acosarnos, podemos vencer la timidez de lo invisible.
¿No es acaso lo que sucede actualmente
en nuestro flamante Mosaico Ibérico?